El búnker

La crisis de los alquileres en Barcelona es un problema marcado por precios elevados, escasez de oferta y una creciente presión sobre los residentes locales. Factores como el turismo masivo, la gentrificación y la especulación inmobiliaria han contribuido a un aumento significativo en los precios de los alquileres. El precio medio del alquiler de un piso en Barcelona en el primer trimestre del 2024 fue de 1136,40 euros. Eso hace que el acceso a la vivienda sea uno de los problemas que más afectan a la población. Esta situación ha generado un debate público sobre la necesidad de implementar políticas más efectivas para regular el mercado de alquiler y garantizar el derecho a una vivienda digna en la ciudad.

Por Malinalli García

“Lo que se necesita es pintar las paredes y quitar una ridícula pared que separa la cocina del comedor, también podríamos pintar las puertas y las ventanas, oye, tenemos que hacer algo con el baño, el cuadro de ducha es muy pequeño. No entra mucha luz natural y la cocina es eléctrica, la dueña dice que paga la luz, si no, nos vamos a gastar un dineral, lo bueno es que es un entresuelo y no tenemos que subir escaleras” le digo a Luis Felipe por teléfono mi reporte sobre el piso que acababa de visitar, nos urgía mudarnos y unos amigos  nos dijeron que conocían a una mujer que era dueña de varios pisos.  Hablé a la finca y concreté una cita.  Me atendió Vicente.  Me enseñó el piso una tarde de verano.

Vicente, un hecelotodo que trabajaba para la dueña del edificio, tenía un enorme hundimiento en la frente, un recoveco que recogía el sudor veraniego que contrastaba con su cuerpo, una rama de perejil apagada  y su voz de disculpa eterna. Aparte de llevar los papeles de la finca, solía hacer de mayordomo. Entre charla y charla nos reveló que Calamanda, —la dueña—, nos había alquilado el piso por ser los últimos herederos de Moctezuma, la mujer sentía nostalgia por el águila que se para en un nopal y devora una serpiente.

El piso era breve en dimensiones,  pero no nos quejamos porque por primera vez tendríamos un piso para nosotros dos. Se acabó eso de compartir, nos sentíamos felices como si estuviéramos hospedados en una suite de un hotel cinco estrellas. El piso  tenía dos plantas.  En la planta de abajo había dos habitaciones, una era un pequeño estudio-vestidor y la otra la habitación principal. Era como una especie de hueco que buscaba ser rellenado con algo o con alguien. Una especie de búnker que sobrevivió a la guerra civil española. En la planta de arriba estaba la cocina, comedor, sala y baño, todo muy juntito, como si estuvieras en la casa Playmobil, pero la característica principal del búnker es que vivías a oscuras, un foco encendido equivalía a una vela encendida en el  siglo XVIII.

Me adapté rápidamente al barrio del Eixample. La distancia entre el trabajo y la casa era aceptable como para ir andando, los empleados de la biblioteca eran aburridos pero amables, la panadería, realmente hacía pan y lo más importante: me había enamorado platónicamente de un apuesto cajero que trabajaba en un supermercado.

Uno de los primeros dramas que experimentamos fue quedarnos sin luz, pensábamos que se iba por un fallo eléctrico y no que la cortaban por falta de pago, eso lo descubrimos cuando el técnico de Endesa nos dijo que había siete pisos enchufados —uno de ellos era el nuestro, y no lo sabíamos,— Ahora entendíamos por qué nos dijo Vicente que ellos pagarían la luz, algo que nos sorprendió de forma agradable como si nos hubieran regalado un billete de cincuenta euros, y es que sin luz no se podía vivir. La estufa y el calentador eran eléctricos. El técnico nos visitaba de vez en cuando  y cada vez que venía, sellaba  la caja de distribución eléctrica. Cuando nos dábamos cuenta del apagón, hablábamos a Vicente y nos mandaba a José, el señor de los arreglos que nos volvía a enchufar bajo la autorización de Calamanda.

Calamanda era una mujer vieja como un pan que ha sido abandonado en la tostadora, se estaba quedando calva, sus arrugas alrededor de los ojos se parecían a los pliegues de una sábana recién sacada de la lavadora  y su tinte rubio ponía en evidencia que gastaba miles de euros en apartar sus canas de su cabellera. Todo ese embalaje iba acompañado por unas ganas de «modernizar» el edificio, ella lo llamaba modernizar, nosotros lo llamábamos un caprichoso para subir el alquiler. Se empeñó en construir un elevador, nosotros nos preguntábamos cómo, dónde, cuándo y por qué de ese empeño, poco a poco fuimos contestando las preguntas. Nos dimos cuenta del cómo cuando vimos que recortaban el ancho de las escaleras. Nunca vimos la hoja de autorización de las obras, caprichosamente habían tapado con cartón los cristales de la puerta de la entrada para que los de fuera no pudieran ver lo que pasaba dentro.

Cuando finalmente terminó la obra, —después de un año— teníamos un minúsculo elevador en el que ridículamente podía entrar una persona. A nosotros nos daba igual, pero Calamanda parecía que estaba ahorrando para comprarle al gobierno austriaco el penacho de Moctezuma, exigió a todos los inquilinos que pagáramos cincuenta euros al mes por usarlo. Nos rehusamos enfáticamente como si nos hubiera impuesto comer tacos con tenedor. 

El día del pago del mes correspondiente, fuimos a la oficina a pagar en efectivo el alquiler como lo  habíamos hecho siempre. Vicente nos recibió en la oficina, sentado como siempre en una silla verde aterciopelada, los codos apoyados en un escritorio de madera que parecía fina pero anticuado, y con su siempre tono característico de disculpa creíble. Nos dijo que Calamanda había exigido el pago de los cincuenta euros, sin ese pago se rehusaba a recibir el dinero del alquiler. Decía sentirse apenado, pero argumentaba que él era solo un empleado más, como si fuera un viejo de la agencia tributaria que lleva treinta años pegado a un escritorio y teme por su jubilación.

Yo estaba como un volcán a punto de hacer erupción, pero no quería precipitarme ante los arrebatos infantiles de una mujer que pretendía ser parte de la burguesía catalana. Como no nos recibieron el pago en efectivo, pagamos solo el alquiler  a través del banco y nos olvidamos del diezmo del elevador que exigía la reina Calamanda a sus vasallos.

En la entrada de la finca, a un costado habían unos armarios de utilería que servían de almacén, los primeros años usamos uno de ellos para guardar la bicicleta, pero a causa de la modernización de la finca, desaparecieron y en su lugar colocaron los buzones del correo, toda ese despliegue arquitectónico iba acompañada de una cuota mensual por usar un nuevo almacén. No teníamos espacio en casa, pagamos.

Pasadas unas semanas, en una de esas visitas de sereno que hacía Vicente, nos dijo que Calamanda le había ordenado que nos dijera que teníamos que devolver la llave del almacén con la prohibición añadida de no usarlo. Luis Felipe no lo podía creer, el almacén no lo estábamos usando gratis, pagábamos la cuota.  En privado, dijo todas las groserías que encontró en su vocabulario mexicano-catalán. La dueña estaba obsesionada con hacernos la vida difícil como la de un buzo en el fondo de las alcantarillas.

Al siguiente día vimos un cartel: Prohibido subir bicicletas.

Estábamos a meses de que se nos venciera el contrato de alquiler, ese era nuestro quinto año. Me sentía atrapada en el laberinto de El resplandor, no quería hacer una mudanza más, pero quería irme lejos de Calamanda, pero no tenía el dinero suficiente para pagar mucho más. Y llegó el momento de preguntar si nos iban a renovar el contrato. Vicente nos dijo que le preguntaría a la dueña y señora. A los pocos días nos dijo que sí nos lo renovarían. Esa noche cenamos tacos.

Esa misma semana, me di cuenta de que el cuadro de la ducha se estaba cuarteando, así que le hablé a José, el manitas de la finca. A los pocos días se pasó por el piso con compañía, con la mismísima Calamanda, llegó al piso con sus pequeños ojos de inspector de sanidad.

Tuve que aparentar cortesía, la saludé y ella pidió permiso para entrar. No me pude negar. Fue directamente al baño.

–El cuadro de la ducha está roto porque yo creo que dejaron caer algo pesado –dijo con un tono amenazante como si fuera una madre que regaña a su hija por las malas calificaciones.

–No, no se ha caído nada –dije enderezando las cejas y los labios para que no se me notara el enojo.

–Por ejemplo el cabezal de la ducha –dijo con una sonrisa maliciosa. Con cada sílaba que pronunciaba se veía más vieja.

–Si se hubiera caído el cabezal de la ducha y hubiera roto el cuadro, entonces es que es de pésima calidad –Sonreí de manera triunfal. Ambas salimos del baño con cara de asco como si hubiéramos comido foca fermentada.

Después se fijó en la ventana de la sala que estaba pintada de rosa mexicano.

–Esos colores no pueden ser aquí. En tu país puede ser, pero aquí somos diferentes   –dijo dibujando una sonrisa de bróker que estafa a una abuela.

En ese momento me olvidé que era la dueña del piso.

–Cada quien es libre de pintar el piso como quiera. Cuando alquilamos el piso, nunca se nos dijo que estuviera prohibido un color –dije con una voz que salía a borbotones como un cocido que ha estado hirviendo durante horas.

Su cara sentenció lo que iba a venir después. 

Intuí que Calamanda no se quedaría quieta, me estaba acostumbrando a su personalidad múltiple. Llamó por teléfono a Luis Felipe para comunicar una amenaza: No renovaba el contrato y exigía que nos fuéramos al cabo de un mes. Luis Felipe y yo nos sentíamos como si hubiéramos asistido a la lectura de un testamento y el notario sentencia que no hemos heredado nada de nuestro adorado padre.

Las recortadas escaleras del edificio se convirtieron en el lugar de las reuniones vecinales, me enteré de los dramas de los vecinos, ellos poco a poco fueron desapareciendo y en su lugar aparecieron carteles en la fachada: Se alquila piso. Calamanda nos estaba echando. Uno de los pocos que se quedaron era un señor menudo que era propietario de un piso antiguo de cien metros cuadrados, vivía acorazado en ese lugar, recibía constantemente llamadas para que dejara dividir su piso, la frase calamandiosa era «¿para qué quieres un piso tan grande?». El resto vivíamos en pisos que habían nacido de la división hecha  de otro más grande. Una tarde, un nuevo vecino  taladró  su pared y movió el mosaico del baño. Otro hecho increíble en nuestra vida de inquilinos. Luis Felipe salió disparado a reclamarle al vecino nuevo que fue tremendamente amable y dijo que lo sentía mucho. Todo quedó como una anécdota como cuando en la cena de navidad tienes que aguantar al novio de tu hermana. Nos preguntábamos de qué diablos estaban hechas las paredes, a quién le habían pagado para hacer este intento fallido de piso.

Una tarde, me encontré en un bar con la antigua vecina del quinto, me contó que se había vencido su contrato de alquiler y que «la vieja», como ella le decía cariñosamente, no le había querido regresar su fianza, así que se la cobró destrozando el piso. Me vi obligada a preguntar urgentemente. Vicente juró y perjuró que sí nos devolverían la fianza. Por primera vez, sentí más que nunca la necesidad de comprar un polígrafo.

Días después nos hicieron firmar un papel donde estipulaba la fecha que teníamos que irnos: finales de septiembre.

Todos los vecinos pensamos en demandar, pero empezar un juicio cuesta tiempo y dinero. Calamanda lo sabía, su negocio consistía en la impunidad. Nos vimos arrojados a dejar el búnker y de nuevo a jugar a la suerte en este mundo de capitalismo salvaje. Nos salvó un amigo que dejaba su piso. El primero de octubre de 2017 estábamos con cajas y maletas llenas, rumbo a otro barrio.

La vieja Calamanda no devolvió ni un centavo de la fianza. Me sentí como una hormiga aplastada por la suela de un zapato Louboutin en medio de una cloaca.

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